385 Grados / Tlaxco / Antonio GUARNEROS / El sol brilla con fuerza en la mañana del miércoles 26 de marzo, pero se vive, se siente y respira mucho, mucho dolor.
Es un día que debería haber estado lleno de promesas y esperanza, pero que se ha visto ensombrecido por una tristeza profunda.
En el corazón del municipio de Tlaxco, la atmósfera es densa, cargada de un dolor palpable.
Familias, amigos y compañeros de Aristeo se agrupan.
Forman una valla de rostros adoloridos que comparten no solo el luto, sino también una indignación que parece retumbar en el aire.
El eco de las trompetas resuena, crean un sonido desgarrador que hace vibrar los corazones de todos los presentes.
Esa música, que debería ser solemne, se convierte en un susurro de protesta contra una realidad cruel e inaceptable:
Aristeo ya no está, ya no cuidará de ellos, y el silencio que deja es ensordecedor.
Su féretro, simboliza no solo su vida, sino también un sistema que lo dejó desprotegido, el ataúd está flanqueado por sus compañeros, quienes, con lágrimas en los ojos, no pueden creer que esa sea su última despedida.
En este rincón del norte de Tlaxcala, el pueblo ha sido testigo del aumento del índice delictivo.
Aunque para las autoridades, es el estado más seguro del país, Aristeo, un policía comprometido, perdió la vida en circunstancias que nunca debieron ocurrir.
La noche del domingo 23 de marzo, mientras realizaba un rondín, un disparo inesperado acabó con su vida.
Él, sin un arma, sin un chaleco táctico, y sin el respaldo de un seguro de vida, se enfrentó solo a un enemigo formidable.
Este miércoles, la madre de Aristeo se erige en medio del sufrimiento colectivo.
Su figura frágil contrasta con la bandera nacional que recibe en honor a la valentía de su hijo.
Sin palabras de por medio, la ceremonia transcurre, y el protocolo se cumple en un silencio sepulcral.
Su nombre se repite una y otra vez, en este último pase de lista, pero la respuesta es un eco vacío.
Aristeo ya no está, y su ausencia grita más que cualquier palabra.
Los pasos cansados de la madre se suman a la tristeza compartida de los presentes, y a la de sus cuatro hijos.
Es difícil no sentir que el dolor es un ente que envuelve todo, que penetra cada rincón de la plaza.
La escena parece de película, y hasta enchina la piel.
Las sirenas de las patrullas parecen llorar junto a ellos, un lamento colectivo que se mezcla con los acordes alegres pero tristes del mariachi.
Es un homenaje que llena el aire, un baluarte musical que acompaña al héroe en este, su último viaje.
Así, en esta mañana soleada y dolorosa, el pueblo de Tlaxco siente, respira y vive una pena infinita.
La figura de Aristeo se convierte en símbolo, no solo de un sacrificio, sino de la lucha diaria de quienes, como él, arriesgan todo en un mundo donde la impunidad parece ganar terreno.
Y mientras el mariachi toca y lo acompaña en su última morada.
Se vive, se siente y respira mucho, mucho dolor.

